12 de julio de 2011

Que tus ojos me cuenten que te han visto llorar...

No lo sabíamos, no lo teníamos claro. En realidad, ¿Quién podía imaginarlo? Éramos él y yo, sin espacio ni tiempo. Éramos como un par de gotas de agua resbalando por el cristal de una ventana tras una tarde de lluvia; no sabíamos que íbamos a encontrarnos, pero de repente nos juntamos para ir juntos hacia abajo, con otras gotas que nos miraban desde lejos recelosas. Sin embargo, llegó un día en que tuvimos que separarnos, en que él tomó su propio camino, y yo me quedé allí, sin saber qué hacer ni hacia dónde ir. Fue como si la mayor parte de la gota que formamos juntos se hubiera ido con él, y yo me hubiera quedado sin nada.
No sabíamos si nuestros caminos volverían a unirse, si se podría superar todo aquel odio y volver a mirarnos a los ojos puramente. Solo mirábamos hacia delante, hacia el futuro incierto, esperando a otra persona que nos hiciera olvidar el dolor. 
Quizá nos equivocábamos desde el principio, y todo nos hacía volver al mismo sitio.