19 de agosto de 2012

Amargo sabor a decepción.

La sola idea de verme obligada a escribir esto me revienta. Escribir cuando no te quedan fuerzas ni para expresar lo que sientes a viva voz, cuando el cúmulo de mentiras en el que vivías se rompe por fin, y quedas expuesta a la verdad de frente, sin tapujos.
Entonces ves todo con claridad, y te das asco. Te das asco tú misma, las personas que te mintieron y, en general, todo el mundo.
Desde que era pequeña me habían dicho que siempre tenía que hacer lo más que pudiera por los demás, intentar ayudarles cuando tuvieran un problema, consolarles cuando estuvieran tristes por algo, o simplemente hacerles ver que estaba ahí para cuando me necesitasen. Hoy, mucho tiempo después me hago la pregunta que quizás debería haberme hecho mucho tiempo atrás. ¿Quién me ayuda a mí, me consuela y me hace ver que siempre está ahí? La respuesta es sencilla: cada vez menos gente.
Hablas de gente interesada como si tú no fueras el primero en serlo, de gente hipócrita y egoísta, cuando no hay más significado para esas palabras que tu nombre. Me pregunto cómo puedes mirarte en el espejo muchos días viendo lo que has hecho y lo que haces.
Me pregunto cómo puedo mirarme yo en él, sabiendo que he perdido tanto tiempo en alguien como tú.