4 de noviembre de 2012

Easy comes, easy goes

Creo, y hasta me atrevo a afirmar, que lo peor que existe en esta vida es acostumbrarse a algo.
Bueno, mejor dicho, a alguien.
Cuando no estás acostumbrado todo es sorpresa, inesperado, sin motivo ni sentido aparente. Simplemente es como un rayo de luz en medio de la oscuridad más absoluta; pero sólo eso.
Lo malo es cuando conviertes ese algo esporádico en rutina, cuando estás jodidamente ACOSTUMBRADA a que eso suceda una y otra vez, todos los días, sin saltarse ni uno.
¿Qué es lo que pasa entonces? Que algún día, como desgraciadamente todo en esta vida, se acaba. Llegará el momento en que ya no esté, ya no te diga lo que te decía, o que simplemente desaparezca.
Y no te queda más remedio que echar de menos todo. Y te sientes una puta idiota por haber creído que algo (o alguien) puede durar para siempre; por haber pensado que las palabras estaban escritas en piedra, cuando no lo estaban ni en papel.
Por eso no te acostumbres a mí porque cuando me vaya, cuando ya no esté, o simplemente cuando no me apetezca hablar contigo, sufrirás el haberte acostumbrado a mí.
Y es algo que no te recomiendo.