El eterno dilema. Dejar ir o sufrir tú. Ver cómo una persona
que un día tuvo ojos para ti ahora se va alejando e igual tiene ojos para otra…
O para otras.
O para nadie…
Pero no eres tú.
Arrepentirse de algo que se hizo nunca vale para nada. Para eso
está la frase del “lo hecho, hecho está”. Y por eso nunca me han gustado las
disculpas después de haber hecho lo malo, lo que ha dolido, lo que hecho está.
Si tanto lo sientes y tanto dolor te está causando lo que has hecho, no haberlo
hecho. Así de fácil y de sencillo. Pero no, preferimos pedir perdón que pedir
permiso, vivir tan extremadamente al límite que lo que pase en el minuto
siguiente al de ahora mismo es problema de nuestro yo del muy lejano futuro que
está por llegar. Y no nos damos cuenta de que la tontería que se nos pasó por
la cabeza aquel día malo, aquel momento en que nos creíamos los reyes del mundo
o aquel día de levantarse con el pie izquierdo puede marcar un antes y un
después en todo lo que pase en nuestras vidas.
La llamada que nunca quisimos contestar.
El Whatsapp que llegó en el momento más inesperado y cuando
ya creíamos todo cerrado a cal y canto.
La mirada más inocente lanzada por la persona menos pura.
La conversación que te saca del letargo sentimental en el
que quizá llevabas demasiado tiempo.
¿Vas a esperar que todo vuelva a repetirse como si de un círculo
vicioso se tratara? ¿O vas (de una santa vez) a coger las riendas de tu vida y
madurar y darte cuenta de lo que de verdad te hace daño y lo que no te mereces?
Llámalo destino o casualidad, pero siempre pasa igual.