1 de agosto de 2013

Supervivencia

Negar lo evidente es algo que nunca se me ha dado bien. Me considero una persona con las cosas claras, quizá demasiado claras. Cuando algo me molesta en seguida se nota, mis principios son claros y no tengo intención alguna de cambiarlos.
Pero llega un día en el que te das cuenta de que para todo existen excepciones. Pasas por alto cosas que te han sentado mal, perdonas a gente que ha violado tus principios infranqueables... y justamente en ese momento es cuando te das cuenta de que no se pueden tener metas fijas en la vida, de que prácticamente todo es volátil, como si estuviera escrito en papel que con el paso del tiempo se va desgastando y erosionando hasta que no queda nada de él.
Precisamente todas y cada una de las excepciones que hacemos en nuestra vida son las que más nos marcan. Nunca podremos olvidar a aquella persona a la que perdonamos algo que jamás habríamos pensado perdonar de no haber sido ella, nos acostumbramos (quizá demasiado rápido) a las decepciones del día a día, a ver que alguien que lo había sido todo se convierta en un simple desconocido, alguien a quien miramos desde la acera contraria de la calle sin saber bien qué decir, apartando la mirada y con ella un cúmulo de sentimientos que gritaríamos si aún nos quedara algo de ese valor que perdimos en el momento en que hicimos aquella excepción.
Ver a la gente como si ya no formara parte del mismo mundo que tú es algo que, tristemente, llega tarde o temprano. Nos empeñamos en seguir pensando que tenemos unos amigos que nunca nos defraudarán simplemente porque somos nosotros, porque son ellos. Pero no. El paso del tiempo nos ayuda a darnos cuenta de que si queremos sobrevivir medianamente sanos mentalmente tenemos que desconfiar de todo y de todos por naturaleza.
La gente lo hace por sobrevivir, pero quizá yo no quiera hacerlo.