16 de julio de 2011

I won't be afraid.

Quizá fue su sonrisa, que me hipnotizó. Quizá su olor, que me transportó hacia un lugar donde jamás había estado. Pero en aquel momento, supe con seguridad, cuál era mi cometido en la vida. En ese mismo instante me di cuenta de que la única razón por la que yo estaba en el mundo era para hacerle feliz, para impedir que se hundiera, para ayudarle a salir de todos y cada uno de los hoyos donde cayera.
Así, día tras día, fuimos forjando un futuro, a veces incierto y turbio, otras simple y sencillamente perfecto. Decidimos cuántos hijos tendríamos, a qué colegio irían, cómo los educaríamos. Sabíamos que si eran hijos nuestros serían perfectos, y no teníamos miedo de nada. Teníamos la ilusión de envejecer juntos, de que la última persona que veríamos antes de morir sería el otro, de que las últimas palabras que pronunciaríamos serían un "te quiero". Estábamos completamente seguros de que nos complementábamos, de que cuando uno sufría, el otro lloraba amargamente. De que, o caíamos los dos, o no caía ninguno.
Éramos conscientes de que no todo sería fácil, pero estábamos dispuestos a superar cualquier obstáculo por algo que de verdad queríamos.
Era bonito soñar tumbada a su lado mientras nuestros labios se rozaban y se nos entrecortaba la respiración. Era bonito coger su cara entre mis manos, y decirle que le quería mirándole a los ojos, y pasarnos horas discutiendo sobre quién quería más a quién. Eran bonitos aquellos besos de despedida que siempre se querían alargar eternamente, pues nunca queríamos separarnos.
Era bonito quererle, pues él era la manzana prohibida.